Oleaje (Tatiana C.)

I

 

No hay noche más oscura que aquella que pasas en un hospital o en la carretera en medio de la nada, pensaba mientras tomaba su pequeña mano entre la suya. Sólo podía observar las líneas blancas sobre la negra carretera que se dibujaban con las luces que arrojaba a su paso el camión de pasajeros. Aunque fingía entereza, su cuerpo temblaba junto al de ella. Debo ser fuerte, pensó. Y aunque lo dudara un poco, le susurró a su pequeña acompañante al oído que todo estaría bien y las dos pudieron cerrar al fin los ojos.

 

Había tres horas más de viaje entre ese momento y el mar.

 

II

 

Las ganas de orinar la despertaron. Había bebido muchísimo la noche anterior y se sentía exhausta pero, a pesar de tener pegado el cuerpo a las sábanas, su vejiga le ordenó levantarse.  Se dirigió al baño con lagañas en los ojos y el pelo enmarañado. Su mente era un paisaje lleno de niebla. No recordaba cómo había llegado a su casa. Mientras su orina aún caía sobre el retrete, escuchó un “toc-toc” seguido de una vocecita que decía: “¿mamá?, ¿mamá?”.

La pequeña voz le recordó su responsabilidad. El brandy de la noche anterior aún circulaba por su sangre. Todo el alcohol que se había bebido unas horas antes la tenía flotando como en otra dimensión, pero esa voz aguda la jaló de golpe hacia este lado del mundo y el aire al respirar le recordó la pesadez de su existencia. Como primer acto de conciencia, sintió ganas de vomitar. Su alma descendió desde el planeta en el que había estado orbitando hasta su cuerpo. Se subió los calzones y se lavó lentamente las manos, quería recuperar algo de frescura mediante la sensación del agua en sus manos. El agua salva, dijo. Siempre. El agua. Cerró los ojos y escuchó el mar.

Del otro lado de la puerta su hija, Leona, seguía llamándola. Su cabello enmarañado, rizado, le recordaba el mar. Traía las olas en su cabeza. Caracolas que suben y bajan.

 

Leona estaba en pijama y tocaba con su pequeño puño insistentemente la puerta del baño. Julia, al otro lado, cerró los ojos, y por un instante quiso estar en el mar y, como una ola, tomó agua con sus manos y se la echó al rostro. Quería que el sonido del oleaje fuera más fuerte que el llamado de su hija.

 

–“Mamá, mamá, mamááááááá”– La voz de Leona expresó angustia y enojo al mismo tiempo. Sabía que, una vez más, ella sería la responsable de traer a su mamá de vuelta al mundo, de cuidarla, de decirle que debían hacer las compras porque la alacena y el refrigerador estaban casi vacíos (nadie puede vivir eternamente de pan con mermelada) y de recordarle a su madre que era madre, esperando que  eso bastara para que ella terminara de aterrizar.

La maternidad le había dado a Julia razones para querer dejar de beber. No sólo lo había deseado, también lo había intentado. Quería darle a Leona una vida tierna, amorosa y segura. Aquella que una niña de siete años debería tener. Lo había intentado. Por supuesto que sí. Muchas veces.

Se juró que dejaría de beber después de haber acudido borracha a un festival de primavera que organizaron en la escuela de Leona. También después de aquella vez que olvidó pasar por ella a casa de su abuela. Aquella tarde le había prometido que irían juntas al cine pero fue por ella hasta la mañana siguiente, con la boca pastosa y con un oso de peluche, que sabrá dios qué amante o pretendiente le regaló, y que Leona tomó entre sus pequeñas manos como un gesto condescendiente hacía su madre. A ella no la engañaban.  La inteligencia y la astucia la definían. Desarrolló a muy temprana edad esos rasgos como forma de supervivencia.

A sus siete años, Leona se sentía responsable de la felicidad de su madre. Aquella vez, como en otros acontecimientos importantes, Leona parecía darle una lección de vida. Y eso Julia lo sabía. Y por ella había intentado todo para dejar de beber: recurrir a la fuerza de voluntad en primer término, ir a terapia, hacer ejercicio, meditar, incluso probó con aromaterapia, pero nada había dado resultado. Parecía que el mundo y el alcohol estaban en su contra. A donde quiera que iba el alcohol siempre era el primer invitado.

III

La maternidad –pensó Julia– le ayudaría a poner orden en su vida. Todo había salido mal hasta entonces, pero bastaría con tener a ese pequeño bebé que crecía en su vientre para que las cosas comenzaran a tomar el rumbo correcto, el que siempre debió tener.

Cuando se enteró de que estaba embarazada no se asombró, al menos no del todo. Más bien se preguntó porqué hasta entonces si siempre cogía sin condón cuando estaba borracha y jamás, jamás tomaba anticonceptivos. Eran dañinos, decía. Se sorprendió más bien de que no hubiera sucedido antes. No sintió asombro, pero sí tristeza porque ella sabía que no era el momento de ser madre. Aunque ella ignoraba que el momento ideal no existe. Tanto ella como el padre de aquel futuro bebé siempre andaban de fiesta en fiesta. De desmadre en desmadre. De abismo en abismo.

Por la noche, marcó su número telefónico y lo citó a la mañana siguiente en un Sanborns. Le compartió la noticia frente a una taza de café frío: estoy embarazada. Tampoco el asombro ni la emoción se manifestaron en el rostro de él. En cambio sí una preocupación apabullante. El miedo y la frustración de ambos se hicieron presentes primero en forma de reclamos (por qué no usaste condón, pendejo. O tú porqué insistes en no tomar pastillas anticonceptivas, pues porque es mi cuerpo, idiota…) y después en un llanto por un futuro compartido que parecía quebrarse al enterarse de esa noticia. Después del miedo, las dudas y la incertidumbre tomaron la decisión de que tendrían ese bebé. En poco tiempo pasaron del miedo a la tristeza y de ésta a la ilusión… ¿te lo imaginas? ¿Qué crees que sea: niño o niña? Si es niño no le vayas a poner como tú ni como tu papá, eh. ¿Qué tiene de malo? Lucio es un bonito nombre. Y de repente, ya podían imaginar el peso de ese pequeño cuerpo envuelto en una cobijita suave.

Salieron del lugar y arrastraron sus pies y sus cuerpos al parque más cercano. Se sentaron en una banca y trataron de vislumbrar el futuro entre  el silencio que traían en su corazón y el ruido de la felicidad que dan los globos de colores, las burbujas de jabón flotando en el aire y los niños corriendo detrás de ellas. Aunque en esos momentos, era imposible, sólo había niebla. Niebla que lo cubría todo, la ciudad, el parque, ese instante.

Es niña. Les dijo la ginecóloga en su quinta visita al consultorio. Julia tenía cerca de cuatro meses de embarazo cuando su sospecha se confirmó. Los dos se miraron y sonrieron con complicidad. Se tomaron fuertemente las manos e imaginaron el  rostro de su futura hija. La niebla comenzaba a disiparse. El embarazo hizo que ambos hicieran una pausa en el descenso al abismo. Sobre todo Julia que ya tenía plena conciencia, la que le dictaba el cuerpo, de que esa pequeña que crecía en su vientre dependería mucho más de ella que de él. Esa sensación de responsabilidad, el lazo invisible que las unía y que comenzó a sentir desde el primer momento que supo que estaba embarazada, duraría toda la vida.

Durante nueve meses, la música de sus vidas cambió de ritmo. Al principio no lo resintieron. Estaban entusiasmados, enamorados de la idea de la paternidad. El problema vino cuando el peso de la realidad (3 kilos 360 gramos), disipó la ilusión. Era más fácil ser padres en la imaginación. Siempre en el futuro, nunca en el presente. En cambio, a partir de que nació su hija comenzaron a discutir más, desde la primera noche los reclamos y las frustraciones se duplicaron. El llanto de un bebé en una noche oscura frente a unos padres desvelados es una verdadera tortura. La vida ya no parecía tan alegre como aquella tarde en la que imaginaron el futuro en el parque y, así, poco a poco él comenzó a alejarse de sus vidas. Y un buen día, la familia que era de tres integrantes, pasó a ser de dos.

IV

Leona. No había otro nombre mejor para esa pequeña criatura, fuerte, hermosa, traviesa, con su melena china, alborotada corriendo por la casa. Julia se derretía al ver cómo su pequeña cachorra iba creciendo. Desde que nació y en cuanto la tuvo por primera vez en sus brazos, supo de la felicidad. Aunque también de la ambivalencia que define a la maternidad. Al observar el rostro de Leona, Julia comprendió la composición del mar. Las mañanas en las que se sentía cruda o deprimida, lograban ser más llevaderas por la sola presencia de su hija. Si la casa no terminaba de vaciarse hasta convertirse en una nada era tan sólo por Leona, quien llenaba el espacio con su risa y con sus pequeños pasos recorriendo todo el departamento.

Pero a veces, esa enorme fortuna era también una gran ancla, y las carcajadas y la voz aguda terminaban por taladrar la cabeza de su madre cada vez más.

Bastaron diez meses para que Julia volviera a beber. Había hecho un esfuerzo sobre humano por mantenerse sobria durante el embarazo: meses que le parecieron años. “Fue sin querer”, le dijo a su madre al día siguiente. Todo comenzó en la fiesta de bautizo. Estaba tan ilusionada con ese evento porque le daba ilusión tener a toda la familia reunida y porque pensaba que, finalmente, sí existía alguna energía que fuera lo suficientemente poderosa como para cuidar y guiar los pasos de Leona durante su vida. El bautizo fue por la mañana. Un día antes junto con su madre y sus tías, preparó tamales de frijol, de flor de calabaza con queso, de pollo, de piña y de zarzamora. Se levantó muy temprano a llevar todo al jardín donde sería el bautizo. Todo estaba listo: los banderines rosa y gris, las flores, los recuerdos, la mesa de dulces con un hermoso pastel blanco con flores rosa mexicano al centro. Todo listo. Incluso sus ganas de destruirse.

La maternidad, pensó, es una razón –o al menos debería serlo– para dejar de beber de manera compulsiva, autodestructiva. Leona había intentado ser esa suficiente para que su madre tirara los cables a tierra. Pero los motivos para que un alcohólico deje de beber nunca son suficientes, nunca lo suficientemente poderosos. La botella es más atractiva que cualquier motivo para dejarla. No obstante, Julia lo había intentado. Su hija le ayudaba por lo menos a dudar por unos segundos antes de tomarse esa primera copa.

–Mamá, tengo hambre.

–Claro, cariño, salgo en un minuto.

–Ya mamá, llevas metida en el baño mucho tiempo, casi un siglo.

Julia soltó una carcajada en silencio. La forma en la que Leona veía e interpretaba el mundo le enternecía tanto como le enfurecía,dependiendo el caso y la circunstancia. Se miró al espejo y con las manos aún temblorosas se sujetó el cabello en una coleta. Se miró a los ojos y ahí, en medio de la humedad del baño, frente al espejo, se juró no volver a beber. Intentaría nuevamente ir a terapia y esta vez lo combinaría de forma más disciplinada con la yoga. Iría incluso, de ser necesario, a AA.

La cocina, en un gesto amable hacia sus habitantes, resplandecía. Era una casa luminosa y había plantas por todas partes. Julia preparó café y al primer sorbo logró olvidarse por un momento de la cruda.  Apresuradamente, se puso a cocinar unos huevos con jamón para Leona. Por poco y vomita en el plato al batir las claras y yemas, pero al terminar fingió que estaban sabrosísimos y se sentaron a la mesa.

Mientras Leona le contaba a su mamá cómo había estado su semana, deteniéndose en los detalles más importantes, le contó que llevaba tres días sin hablarse con Norma, su ex mejor amiga, el cuerpo de Julia quería dormir, claudicar y regresarse a la cama. Taparse los oídos ante la plática interminable de su hija. En cambio, su mente quería escucharla con atención, peinarle el cabello, sonreír y llevarla de día de campo y, por la tarde, ir a comprar la ropa que tanta falta le hacía. Mientras Leona hablaba y hablaba y hablaba, con la emoción con la que sólo los niños pueden hacerlo, Julia era incapaz de comer, tan sólo picaba un poco de fruta como un pájaro. Sólo que ella era incapaz de volar.

 

 

V

Después de separarse del padre de su hija, Julia comenzó a salir con algunas personas sin llegar  a enamorarse. La pasaba bien, pero sabía que casi ninguno de esos hombres merecía más de una noche. Quizás dos, y nunca más de tres. Las veces que salía de fiesta o a un bar dejaba a Leona en casa de su madre, quien, con todo y los reproches que solía hacerle por la forma en la que bebía, por no madurar, por no buscarse un empleo mucho más serio (eso de ser fotógrafa no terminaba por aceptarlo, y mucho menos entendía las imágenes que su hija captaba con su lente y que eran más conceptuales y eróticas de lo que ella hubiese querido), por no dejar todo por Leona, por ser así como era, aceptaba cuidar a su nieta. A su nieta podía darle lo que nunca se atrevió o nunca supo darle a su hija. Además, con su ella era más cariñosa y se permitía ser más comprensiva que con su hija, con quien siempre se mostró implacable.

Julia comenzó a beber cada vez más. Después de la pausa del embarazo y de los primeros años de vida de Leona, pareció pisar cada vez más el pedal de velocidad. Así como no queriendo deslizar el pie, de repente ya iba en picada, como en una curva sin final, pero que se sabe que en algún punto terminará por acabarse y quien va en ella terminará estrellándose. Primero fue el bautizo (aquel evento acabó en llanto, Julia sin un zapato y un bebé batido en brazos de su abuela), después fueron los cumpleaños número cuatro y cinco de Leona que comenzaron a salirse de control, los cumpleaños de Julia (esos eran los peores, porque sentía que merecía llenar la copa más de lo habitual por ser su día de suerte), las exposiciones en las que participaba con sus fotografías, las reuniones o cenas con el amante en turno. Hasta que empezó a beber sola, cuando Leona estaba en la escuela o los fines de semana que se iba con su padre.

Las cosas volvieron a torcerse como antes de que naciera Leona, el amuleto de Julia, como solía decirle. De hecho se torcieron más. Ahora tenía una hija y siempre, de alguna manera, terminaba hiriéndola. Leona quería tomar la mano de su madre pero ésta a menudo se encontraba temblorosa. Había mañanas en que Julia estaba tan cruda o aún borracha, que Leona se acercaba y con sus pequeñas manos le sujetaba el cabello y ahí, arrodilladas en el baño, le ayudaba a vomitar. Esos días eran mejores que aquellos en los que Julia se soltaba a llorar y se metía en el bucle de la depresión del cual Leona no lograba sacarla, y tenía que jugar toda la mañana sola buscando luz entre las sombras.

Julia sabía que esto debía parar. Acudió a terapia y comenzó a practicar yoga. Tal vez, con mucha suerte y determinación, lograría transformar su vida. Los fines de semana al fin comenzaban a brillar y la mano de Julia parecía volverse segura y firme para su hija. Cuando se quedaban a dormir juntas y Julia abría los ojos después de escuchar a Leona llamarle en voz baja “mamá, mamá, ya salió el sol”, Julia veía el amanecer ante ella y no era precisamente la luz del sol, era la presencia de su hija, su pelo chino, alborotado aún más por la almohada, con su gran sonrisa.

Una noche Julia acudió a la inauguración de una exposición colectiva de artistas plásticos. Se puso su vestido negro con flores y unos tacones. Ahí estaría su tocayo Julio, quien tanto le atraía y, en una especie de premonición, su cuerpo se le erizó y comenzó a temblar. Leona la observó y logró salvarla de sí misma, por lo menos esa noche. Le rogó que no fuera y que mejor hicieran una pijamada ellas dos. “Mamá, quédate conmigo, por favor, por favor…”, imploró Leona y teatral como solía ser juntó las manos en señal de oración. Julia se rió. No sabía que su hija en el fondo sí estaba pidiendo un milagro.

–No querida. No puedo quedarme. Tengo que ir.

–Mamá, siempre dices eso y sabes que es mentira.

–¿Por qué dices que es mentira, Leona? Sabes lo importante que es. Necesito estar ahí. Es mi trabajo y por si no lo sabías, gracias a esas fotografías tenemos una casa y comida.

–Ay, mamá. Ya.

–¿Por qué Leona? ¿Por qué no logras ver que todo lo que hago es por ti?

–¡Mentira! ¡Sabes que es mentira, mamá! Nunca haces algo por mí.

–Ja. No me digas. ¿Trabajar como loca toda la semana para que puedas tener lo que deseas es ser egoísta?

Las palabras comenzaron a ser como cuchillos. Ambas sabían cómo herirse. Leona a sus siete años había aprendido muy pronto a ser como su madre. Había aprendido también a lastimarla, sólo como un acto de defensa. Pero era Julia quien más hería a Leona. Una y otra y otra y otra vez.

-No iré. Tú ganas. –Le dijo Julia, como si la vida y la interacción con los otros se tratara de un combate constante–. Haremos la pijamada. Anda, cariño, seca esas lágrimas.

Se quitó los tacones y se dirigió a la cocina y sirvió papitas y palomitas y preparó dos vasos grandes de limonada. Después de pasar una noche de juegos, de risas, de cuerpos abrazados, enlazados, cuerpos recordando que un día fueron uno, se durmieron pensando en el mar. No había nada que les gustara más que ir a la playa. El mar era su punto en común. Así, esa noche le prometió que pronto la llevaría al mar. Y se durmieron escuchando el oleaje.

VI

Pasaron los meses y Julia comenzó a dejar de ir a terapia –Tengo mucho trabajo– decía,para justificarse. Comenzó a salir nuevamente y se acostumbró a pedir agua mineral en lugar de una copa de vino. Pero pronto, por más esfuerzos que se hagan, las costumbres y las adicciones terminan por aparecer nuevamente, cada vez con más fuerza, hasta que  la marea termina por arrastrarlo todo.

Llevaba ya saliendo varios meses con su tocayo. Julio le gustaba mucho. Estar con él era como beber:una adicción directa en las venas. Sentía una atracción y una admiración muy fuertes hacía él. Comenzaron una relación como se entra en un pántano, sin darse cuenta.

Al principio la relación entre Leona y la pareja de su madre era tranquila, ella sabía que no podía hacer nada por alejarlos. Su madre estaba enamorada de aquel hombre y todo lo que ella hiciera para separarlos sería en vano. Así que no luchó. Intentó entablar una buena relación con él, pero en el fondo ella desconfiaba. Algo le decía que él no merecía todo el amor que su madre le daba. Y esa desconfianza prontamente se transformó en rechazo y luego en odio. Un odio profundo porque le quitaba a su madre, le quitaba las mañanas de risas y desayunos, le quitaba las noches de pijamadas entre las dos, le quitaba la poca atención que Julia lograba poner en una conversación. Le quitaba las caricias y las palabras. Incluso le quitaba las mañanas en las que Leona sostenía el cabello de su madre para ayudarla a vomitar. Sólo escuchaba desde su habitación las voces de ellos al despertar. Se sentaban a la mesa a desayunar ya no sólo ellas dos, sino él. Rompía su frágil universo.

Leona comienza a sentir más repulsión por él. Julio le quita a su madre, su tiempo, su atención y su amor. Pero sobre todo, le roba sus caricias. En el fondo lo odia porque no le perdona que no ame a su madre tanto como ella lo hace. Porque no es capaz de ayudarla a estar sobría. Al contrario, con él las fiestas y el alcohol se hicieron más presentes.

 

VII

 

Su cuerpo estaba enredado entre las sábanas. El sol se filtraba por las cortinas y adentro, en la habitación, hacia un calor insoportable. El infierno. Parecía que Julia había despertado dentro de una vaporera. Aturdida, apartó las sábanas de su cuerpo como si se trataran de una red de pescar y bajó de la cama. Se dirigió al baño y mientras orinaba observó la sangre en sus manos. No recordaba nada. Las amnesias por el alcohol eran cada vez más grandes, más largas, más pantanosas.

 

¿Qué hacía ella con sangre en las manos, en la ropa? Hubiera querido esconderse del mundo, de los conflictos, pero sobre todo quería esconderse de ella misma. Lo que más le aterraba era mirarse al espejo y reprocharse todo lo que debía ser y en cambio era. Sin embargo, al recordar a Leona un escalofrío recorrió su cuerpo, echo a llorar silenciosamente y salió temblando del baño en busca de su hija.

 

Leona, gritó tímidamente. Como queriendo fingir que todo fue un sueño o una pesadilla, pero de la que se puede despertar. Leona, repitió ahora un poco más fuerte, y su voz que al principio no quería salir fue tomando posesión de la casa, hasta que un grito angustiante llenó el espacio: ¡Leona!

 

Su cuerpo aún tambaleante y sus manos temblorosas le exigieron más alcohol. Se dirigió a la cocina y buscó ansiosamente entre los restos de botellas vacías. No quedaba prácticamente nada, sólo el olor. Lloraba de desesperación. Sabía que no podría buscar a su hija así. Su cuerpo no le respondía. A su mente aturdida acudió un recuerdo: la botella de ron que había guardado entre la ropa de cama sucia. Corrió a buscarla, ahí estaba. Como la tierra prometida la abrazó, se aferró unos segundos y bebió de ella.

 

Una vez que el cuerpo le respondió y dejó de temblar recorrió rápidamente la casa en busca de señales que le dijeran qué había sucedido la noche anterior. Había lo de siempre: vasos vacíos y rotos, platos, y muebles manchados de cerveza y vino, el piso de la cocina pegajoso, pero no había nada que pudiera contarle por qué tenía aquellas manchas oscuras de sangre en las manos. Entonces, tomó el teléfono y llamó a su madre.

 

Con miedo a la respuesta al fin escuchó: está aquí, Julia. Leona está aquí y está bien. Pero es la última vez que vuelves a ponerla en peligro.

 

Julia agradeció en silencio y sólo le dijo a su madre: me baño y salgo de inmediato para allá.

 

Lloró muy quedo. No tenía fuerzas. Se quitó la ropa y al abrir la regadera y sentir de nuevo la vida en forma de agua fría corriendo por su piel estalló en llanto. Las lágrimas corrían con el agua. Por fortuna estaba viva y su hija también.

 

Se vistió apresuradamente y se ató el cabello en un chongo. Tomó las llaves de su auto y al entrar apartó las dos botellas de vino que aún estaban ahí, vacías y que le hicieron recordar cómo inició la noche anterior. De nuevo el escalofrío en la piel. Recordó: se había encontrado a Julio en una fiesta, alegremente decidieron seguirla en su casa y aunque ya se sentían borrachos al salir del lugar, se bebieron dos botellas más en el carro entre risas y caricias que pretendían ser genuinas.

 

Mientras manejaba rumbo a casa de su madre recordó un poco más. Sólo fragmentos, imágenes, trozos de frases, palabras aisladas, gritos. La sangre y el vacío de la mañana siguiente.

 

Recordó que al llegar a su casa Julia le pidió que modulara su voz porque Leona estaba dormida y le dijo que si quería poner música tendría que ser bajito.  Así fue durante un par de horas pero al avanzar la noche comenzaron los gritos, el entusiasmo, el éxtasis. El espejismo de la felicidad.

 

No recuerda mucho más, sólo que al ir al baño escuchó un ruido en la habitación de Leona, se metió y entre sombras vio la figura de él encima de su hija. Enfurecida se abalanzó contra él, le gritó, lo insultó, lo arañó. Él trataba de detener los golpes, le dijo que todo era una confusión. Le grito que estaba loca, que él sólo quería ayudar a dormir a Leona porque se había despertado. Que le contaba un cuento al oído para ayudarla a conciliar el sueño.

 

Julia jamás pensó despertarse dentro de aquella pesadilla. Hasta ese momento se había prometido que no pondría en riesgo a su pequeña. Que ella podía controlar su vida y su manera de beber. Que sí, que aveces se le pasaba la mano, pero que dentro de todo ella seguía teniendo control, aunque eso no fuera verdad, aunque en el fondo sabía que hacía mucho tiempo lo había perdido.

 

Jamás se le ocurrió pensar que ese hombre, al quien decía amar, incluso más que al padre de su hija, fuera capaz de hacerle daño a su hija. Que la hubiera deseado como la deseaba a ella. Se sintió terriblemente mal. La culpa se adueño de ella y llorando y con la mente y el cuerpo hechos nudo manejó hacia la casa de su madre a recoger a Leona.

 

Mientras su madre luchaba con el tipo que unos instantes antes estaba encima de ella con su apestoso aliento sobre su rostro, Leona llamó a casa de su abuela llorando. Cuando sus abuelos llegaron, él ya se había marchado y Julia estaba en una esquina bebiendo, culpándose, tratando de escapar de aquel infierno una vez más por la boquilla de la botella.

 

Leona abrazó a su abuela y se marchó con ella. Aunque hubiera querido salvar a su madre no hubiera podido.

 

VIII

 

Después de la noche oscura en la carretera, la luz comenzó a iluminar el paisaje y éste cada vez fue haciéndose más claro. Julia tomó la mano de su hija y se dirigieron al hotel a dejar sus cosas. Leona apuro a su madre para salir a la playa. No querían otra cosa más que estar frente al mar. Y frente a él, Leona abrazó con mucha fuerza el cuerpo de su madre, la llenó de besos. Julia contuvo el llanto y le devolvió el abrazo y los besos.

Leona se mojó los pies en la espuma del mar, mientras Julia observaba el olejae: una ola tras otra de manera continúa, repetitiva. Al fin de cuentas, eso era la vida.

A lo lejos observaron volar a las gaviotas en su primer vuelo del día. 

 

Tatiana C. @CerezasRock

 

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