Media vuelta

La luz de la mañana sobre su cabello, las partículas de polvo suspendidas bajo el rayo de sol, las cortinas abiertas y el cielo azul al otro lado del cristal.

Lidia mira por la ventana, con su cabello despeinado y lágrimas en los ojos. Afuera, el pasto de la glorieta es más verde que nunca y la fuente está encendida, como si también quisiera despedirse de ella con el subibaja del agua a manera de saludo.

Esta será la última vez que recorrerá estas cortinas y, antes de hacerlo, contempla la calle en la que vivió durante los últimos 24 años.

La luz, la glorieta y la fuente  contrastan con el entorno de edificios cubiertos con cinta amarilla, escombros en la acera y camiones de mudanza que esperan ser cargados.

Hace apenas unos días, todo era diferente. No había una nube de polvo cubriendo la ciudad y la casa de Lidia todavía era habitable.

Limpiándose una última lágrima, Lidia da media vuelta y pasa la mirada por toda la sala. Ve los muebles pagados por sus padres a meses sin intereses, el refrigerador que ella compró con el bono que le dieron en su primer trabajo y sus fotos colgadas en la pared, en las que aparece sonriente en todas sus edades. Nada de eso la acompañará en su nueva vida.

Mueve una pierna y avanza despacio hacia la puerta. A cada paso que da acaricia un mueble y se detiene para pensar por milésima vez si no olvida algo.

Seguro que sí, claro que deja muchas cosas, pero no puede llevarlas, porque tiene que abandonar los recuerdos de su infancia, su colección de películas y casi todos los zapatos que se compró para el trabajo. Nada de eso importa, porque también tiene que dejar entre estas cuatro paredes la tristeza por la muerte de sus padres. Eso sí importa.

Llega a la puerta y saca de su pantalón un sobre blanco con una flor dibujada y una tachuela para clavarlo en la pared, justo debajo de la foto con sus papás en el día de su boda.

Da otro paso y levanta una caja del suelo, donde lleva algunas fotos, sus documentos, una taza y la transportadora de Rafita, su gato que después del terremoto estuvo encerrado en el departamento por cinco días.

“Adiós, papá; adiós, mamá”. Y cruza la puerta sin cerrarla.

En el aeropuerto, Lidia todavía tiene un hueco en el estómago y escalofríos. Sólo han pasado dos semanas desde que todo cambió.

Ya no tiene nada que hacer aquí, en esta Ciudad de México que se sacude a sus habitantes. Su amiga le ofreció un cuarto en Mérida y un trabajo en su restaurante.

Nunca se imaginó que este sería el rumbo de su vida. Que estaría parada en la fila para documentar una maleta con todas sus pertenencias. Que estaría sola y que tendría que empezar de cero en otra ciudad.

Una última vez, da media vuelta hacia la puerta y ve el cielo gris de su ciudad, la gente corriendo y el ruido de los coches que pelean por un lugar para estacionarse.

Al mismo tiempo, Rafita maulla y entra una bocanada de aire húmedo y maloliente que le da el impulso que necesita para girarse y avanzar hacia el mostrador de la aerolínea. Pasarán los años y nunca podrá quitarse la sensación de que la ciudad fue quien la empujó a irse sin mirar atrás. Tal vez así fue.

Alhelí Navarro

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