Darío

No sé quiénes son estos niños. Llegaron sin avisar a mi casa y sorprendieron a mi mamá en la tienda mientras yo jugaba maquinitas. Son tres: una niña que debe tener mi edad y sus dos hermanos pequeños que se parecen un poco a mí, pero a la vez no.
No me gustan, porque se visten y hablan raro. Cuando llegaron, mi mamá los abrazó y besó, cerró la cortina de la tienda y les abrió la puerta de la casa. Fue entonces que me di cuenta de que en la sala hay un retrato de ellos. ¿Cuándo lo colgaron ahí?
Mi mamá se fue a la cocina y yo la seguí para preguntarle quiénes eran, pero ella caminó rápido y en cuanto entró, empezó a mover cosas, sacar ollas del refrigerador y lavar trastes. ¿Los invitó a comer? ¿Son miembros de la iglesia? ¿Es una de sus mandas? Desde el patio veo que prende la estufa, sacude el mantel y pone la mesa. Hay algo diferente en ella, pero no logro identificar qué es. Pareciera que la veo a través del humo que saca la manteca en el sartén caliente.
—Nina, ¿te ayudo?
Es la niña, que ya se quitó su suéter y lo trae amarrado a la cintura. Qué raro es que use uno en Guadalajara, con el calor que hace. Mi mamá le dice que no haga nada y que se siente en el comedor. Yo no quiero hablar con ella, así que me recorro al otro asiento y clavo los ojos en la televisión.
El olor a manteca, frijoles, longaniza, huevo y té de canela inunda el ambiente. En el patio aparecen los hermanos de la niña con mi colección de camioncitos del pan Bimbo. Mi mamá siempre me ha dicho que tengo que ser compartido con los que son más chicos y con aquellos que lo necesitan, así que los dejo en paz cuando se sientan frente a mí en la mesa.
Durante unos minutos, la niña y yo vemos las caricaturas de Canal 5, mientras los dos niños arman y desarman los camioncitos. De repente, empiezan a discutir y escucho que la niña se llama Daniela, el niño de en medio se llama David y el chico se llama Darío... como yo.
—Darío, deja el camión y ve a lavarte las manos —le dice su hermana.
A regañadientes, el niño de unos siete años se levanta y sale al patio, pero en lugar de ir al baño, se queda viendo la jaula de pájaros de mi mamá que está pegada a la ventana y le da golpecitos para que se alboroten.
—Daríoo —le llama su hermana sin asomarse a ver qué hace y el niño corre al baño. La cantaleta de Daniela suena igual a la de mi mamá cuando me regaña por echarles agua a los pájaros o pegarle a su jaula con mi pelota.
Yo desayuné hace rato, así que mientras ellos comen, me regreso a la tienda y me siento junto a la ventana que está abierta por si llega alguien. Veo que pasan unos perros y un camión se brinca el tope con un escándalo. En eso, llega doña Chuy, la comadre de mi mamá, y mete su cabeza por la ventana.
— ¡Doña Mecheeeeee! —grita, a pesar de que yo estoy aquí.
Los tres niños llegan corriendo y mi mamá viene apurada detrás de ellos.
— ¿Son los hijos de Daniel? ¡Qué grandes están! —le dice doña Chuy.
— Sí, se van a quedar el fin de semana conmigo y el lunes viene su papá de México para llevarlos a Vallarta de vacaciones, primero Dios —contesta mi mamá.
¿Cuál Daniel? Sólo conozco a dos personas que se llaman así: mi tío y mi hermano. No puede ser mi tío, porque ese se murió cuando yo todavía no nacía. Tampoco puede ser mi hermano, porque nada más es tres años más grande y es un tarado.
— Nina, ¿podemos bajar tus muñecas? —le pregunta la niña. Aunque mi mamá se llama Mercedes, en la familia le decimos Nina de cariño. Mi papá dice que como es madrina de muchas personas, le cambiamos el nombre por uno más bonito.
— Sí, Dani, nada más no las saquen al patio —responde mi mamá.
Los tres niños se ponen a bajar la colección de muñecas y las acomodan en los sillones para jugar a la escuelita. Mientras los veo, me empieza a doler la cabeza y cada vez estoy más enojado, porque mi mamá nunca me presta sus muñecas, así que me salgo dando un portazo y me voy al patio de atrás a jugar con las gallinas.
Después de un rato, regreso a la sala y veo que ya guardaron las muñecas y ahora están todos inclinados sobre la mesa de centro viendo los álbumes de fotos. El único lugar que queda libre es frente a ellos, así que me acerco y me siento en el piso.
— ¿Este es mi abuelito? —pregunta David.
— Sí, cuando era joven jugaba futbol y basquetbol. —responde mi mamá.
— ¿Cómo se murió? —pregunta Darío.
En ese mismo instante me doy cuenta de algo: mi mamá no es mi mamá. Tiene la misma voz, pero su cuerpo es un poco más grueso, su cabello es más blanco y sus ojos parecen más profundos con esas rayitas alrededor. Quiero hablarle, pero no me salen las palabras.
— Uy, ya era grande —contesta mi mamá, dándole la vuelta a la página.— Estaba enfermo y un día su corazón ya no latió. Dios lo tenga en su santa gloria.
— ¿Y estos quiénes son? —vuelve a preguntar David.
— Éste es mi papá de chiquito —responde la niña— y éste era su hermano Darío.
— ¿Como yo? —pregunta el más chico.
— Sí, como tú —le dice mi mamá mientras acaricia su cabello.
— ¿Qué le pasó? —sigue David.
— Era un niño muy bueno, pero un poco necio. Un día, cuando tenía 12 años, estábamos paseando en el centro y él estaba de mal humor, porque no quería darle la mano a su hermano en el camino al catecismo —los ojos de mi mamá se empiezan a nublar y su voz cambia de tono, como cuando está muy enojada conmigo—. Entonces, se jaló muy fuerte para soltarse de su mano, se echó a correr y se perdió.
Como resorte, Daniela se levanta, cierra el álbum y se aprieta el suéter que lleva en la cintura.
— ¿Quieren ir a darle de comer a las gallinas? —propone a sus hermanos.
— ¡Sí! —grita Darío.
— ¿Y ya no lo encontraron nunca? —insiste David.
— En ese entonces no —contesta mi mamá—, pero yo creo que eventualmente encontró su camino de regreso y viene seguido a visitarme para decirme que está bien.
— Nina, ahorita venimos. —la interrumpe Daniela.
Darío fue el primero en correr al patio, pero Daniela tuvo que agarrar la mano de David y llevárselo. Yo, sigo sentado en el mismo lugar, viendo a mi mamá de frente. Intento decir algo o moverme, pero no logro hacer ninguna de las dos cosas. La realidad se siente como si un ancla saliera de mi pecho y me mantuviera inmóvil en el suelo.
Como siempre que se pone triste, mi mamá saca de su escote un pañuelo, cierra los ojos y se seca la orilla de las pestañas. Despacio, se pone una mano en el pecho, encima de su escapulario, levanta la barbilla y dice:
— Al final encontraste el camino de regreso y ahora sólo somos tú y yo, ¿verdad, Darío?



Durante los últimos 13 años, ha sido editora de revistas especializadas y colaboradora en publicaciones impresas y digitales sin dejar de imaginar y escribir historias en las que es difícil separar la realidad de la fantasía.


Comentarios

Entradas populares